He terminado el capítulo ocho de Cómo es posible que el tiempo pase tan deprisa y yo no me dé cuenta, de Lolo Rico. Unas cuantas reflexiones al respecto. La primera y más dolorosa: ¡qué poco he leído esta semana! En realidad no es cierto, me paso el día leyendo, pero el tiempo que he dedicado a mi lectura ha sido bien poco. Ha sido poco y muy repartido, lo que significa que los espacios para leer(lo) han sido cortos. Eso es importante en cuanto a la relación con el libro, con cualquier libro, porque el nivel de profundidad y empatía que se alcanza con él, es menor que si se pasara horas enteras seguidas con la nariz metida en su trama, como pasa en las relaciones con las personas. Influye también en la impronta que deja en la cabeza, es decir, en los recuerdos que quedan.
En cuanto a la impronta en mi cabeza, es dispersa. No tengo un hilo mental continuo de la historia. Y sobre la implicación, es creciente a trompicones, partiendo de un desinterés con cierta curiosidad al principio. Tengo brechas en mi memoria de la narración, pero imagino las brechas que habrá encontrado Lolo al traspasar a las palabras, en una conseguida forma lineal, los años de su infancia. En resumen, que no me acuerdo muy bien de lo que he leído. Es triste compartir esto, pero es lo que hay con este libro en estos momentos. Es nuestra relación.
Las presuntas brechas de Lolo al rememorar su infancia me han llevado a una segunda reflexión: tenemos muchos más recuerdos de la niñez de lo que creemos. O de lo que creo yo. Lo primero que pensé cuando empecé a adentrarme en la vida de Lolo niña (entonces Dolores) fue: ¿pero cómo puede ser que se acuerde de esto? Después de unas cuantas exclamaciones del mismo tipo, hice el ejercicio. Me puse a recordar mi infancia. Y vamos que la recordé. Con una facilidad sorprendente acudió a mí un torrente de recuerdos, tantos que me desbordaron, tantos que al rato dije «¡basta!», porque empezaron a hacerse pesados. Este sentimiento me llevó a una tercera reflexión nacida de la segunda: creemos que tenemos menos recuerdos del ayer de lo que pensamos porque pasamos de recordar. Y ahora no puedo evitar pensar en Kate Winslet y Jim Carrey…
Pero centrémonos en el libro: ¿qué nos cuenta Lolo? Pues Lolo nos habla de cuando fue una niña de postguerra, en una familia franquista venida a menos, que pasaba hambre pero mandaba a la niña a un colegio de bien. Nos habla de su padre, un juez de derechas obligado a la pobreza por rechazar el «honor» de ser juez del régimen y emitir sentencias firmadas por otros. Y de su madre, tan presente y tan lejana, fuente inagotable de traumas. De Madrid, ciudad de miseria y nuevos ricos. Y de ella, de Dolores-Lolo, una niña triste, voraz lectora, de juicio claro y subversivo. A medida que se desarrolla la narración, Lolo va dejando atrás a la niña del tintero, que le había ayudado a entrar en su infancia a escondidas, y va tomando voz propia, cada vez con más seguridad, cogiendo las riendas de su historia. Yo me dejo llevar por esta nueva Lolo, que suena a verdad y corazón abierto, y la respeto, porque es muy difícil sacar, para uno mismo y para los otros, ese nivel de tripas propias. Igual debe ser una experiencia redimidora. Aunque yo ya estoy haciendo algo de eso en estos momentos, ya que me transparento bajo mis palabras. Es inevitable. Siempre que escribes se te ve un poco el plumero.
Y ahí me quedo hoy con mi libro. ¿Qué relación tenéis vosotros con el vuestro?