Martha Gellhorn quería llegar al lugar más desconocido de Creta. Fantaseando con una nueva peripecia, se había fijado en un punto remoto del mapa de la isla, un pueblo solitario en una bahía llamado Kastelli. Ya podía verse nadando desnuda en aguas cristalinas y bebiendo ouzo con los pescadores a la luz de la luna. Martha Gellhorn, que en ese momento estaba en Iraklio, la capital de Creta, cogió tres autobuses y tras un viaje eterno se plantó en Kastelli. La localidad resultó ser «una alcantarilla» de pobladores huidizos, su hotel «un cuchitril» y la bahía «una playita asquerosa». Tomaba el sol rodeada de basura, disfrutando de su horrible destino, cuando empezó a pensar en los viajes más terroríficos que había hecho. Lo de Kastelli no era nada comparado con el viaje a China que hizo llevando casi a rastras a su Compañero Reticente, por ejemplo, o aquel fatal recorrido por África buscando la verdadera África, siempre escurridiza, o la caza de submarinos alemanes que la llevó al Caribe. Martha Gellhorn decidió en ese instante que escribiría un libro sobre los peores viajes de su vida. Y así nació Cinco viajes al infierno. Aventuras conmigo y ese otro (Altaïr, 2011).
China
La escritora y corresponsal de guerra Martha Gelhorn llevaba poco tiempo casada con un novelista juerguista y aventurero llamado Ernest Hemingway, cuando le picó el gusanillo de recorrer China. Ernest no tenía muy buenas referencias de esa esquina tan apartada del mundo, que además estaba en plena guerra (con Japón en la Segunda Guerra Mundial), y la idea de viajar allí le daba más bien pereza, pero Martha se lo cameló y le convenció para que la acompañara. En honor a la desconfianza de Hemingway por esta expedición, Martha Gellhorn menciona a su marido en Cinco viajes al infiernocomo C.R., siglas de Compañero Reticente. Martha y Compañero Reticente tomaron rumbo a Hong Kong y allí se establecieron en el único hotel que había en el centro.
Mientras C.R. se adaptó rápido al nuevo entorno y pasaba los días bebiendo y contando historias rodeado de una corte de seguidores variopintos, Martha Gellhorn, que era mala bebedora, se impacientaba por salir a explorar nuevo mundo. Así que pocos días después de su llegada, Marta dejó a C.R. con su alegre séquito y se fue a Lashio, en Birmania (Myanmar desde 1989), con la excusa de escribir un artículo. A su regreso, se encontró a C.R. aburrido de tanta parranda, algo preocupado por la epidemia de cólera que campaba por la ciudad y, sobre todo, menos reticente que antes a salir de allí y ponerse en marcha. De nuevo en camino juntos, contemplaron los estragos de la guerra y compartieron sufrimiento en barcos apestosos, hoteles ruinosos infestados de chinches y aviones que eran pilotados con brújula y a ojo en medio de nefastas tempestades. Fue un verdadero viaje horripilante, aunque nunca aburrido. C.R. había tenido suficiente y volvió a casa primero, Martha decidió pasar antes por Singapur y Batavia, en un viaje que le resultó muy grato. Se separaron en el aeropuerto de Rangún, Martha con las manos vendadas por una infección muy contagiosa. La despedida de Martha Gellhorn y su Compañero Reticente Ernest Hemingway fue hermosa:
Quería elogiar a C.R. por su generosidad, mucho más allá de su deber, por ir a China conmigo, su tolerancia por no asesinarme, sus bromas, y hacerle saber que lamentaba el tiempo que había perdido en aquella temporada en el infierno. Me hervía el cerebro, no podía construir frases. Con lágrimas en los ojos, le toqué el hombro y dije: —Gracias.
Él se apartó y gritó: —¡Aparta tus asquerosas manos de mí!
Nos miramos en silencio, aturdidos. ¿Esas iban a ser las palabras de despedida entre nosotros después de todos los horrores compartidos en un viaje súper horroroso? Acabamos revolcándonos en el suelo de mármol, riéndonos en nuestros charcos de sudor individuales.
Martha Gellhorn no volvió a arrastrar a nadie más a un viaje (más tarde, Hemingway se quejaría de sentirse abandonado por Martha y caería en los brazos de María Welsh, su cuarta esposa). El resto de viajes horribles los hizo sola.
África
En otra ocasión en la que cobró un dinero imprevisto por la venta de un cuento, Martha pensó que la mejor manera de despilfarrarlo era pagarse un viaje a África. Releyó Memorias de África y se fue en busca de ese país romántico y salvaje de la novela de Isak Dinesen. África estaba en ese momento en plena descolonización. Algunos países africanos habían conseguido la independencia, aunque no se habían liberado de gobiernos corruptos controlados por los blancos, y las guerras entre tribus enfrentadas bajo una misma bandera artificial estaban a la orden del día. El plan de Martha Gellhorn era recorrer África de oeste a este, desde Camerún hasta Kenia, atravesando grandes extensiones en manos aún de franceses y británicos. Armada de un arsenal de novelas de misterio para cubrir los tiempos muertos del viaje, se subió a un avión y se plantó en la ciudad camerunense de Douala.
Nada más pisar suelo africano, Martha tuvo la certeza de que su exploración del continente se iba a parecer más al lúgubre El corazón de las tinieblas que a Memorias de África. Comenzaba un nuevo viaje horroroso. Lo siguiente que descubrió es que los blancos que vivían en África no eran muy simpáticos con los blancos viajeros. Tampoco eran simpáticos con los negros nativos, a los que despreciaban y necesitaban. Los negros, a su vez, se hacían los tontos con los blancos porque era lo que de ellos se esperaba, aunque entre ellos se trataban con sensatez y alegría. Blancos y negros vivían juntos aunque no revueltos en la constante tensión del que está obligado a convivir con el desconocido. Martha hizo la primera parte del viaje sola. Deambuló aturdida por olores extraños entre guetos de blancos burócratas, campamentos de misioneros no deseados y tribus que comenzaban a exponerse ante los turistas a cambio de dinero. Sólo lograba atisbar el África de Dinesen observando a los animales salvajes que vivían en libertad, siempre amenazados por los cazadores y los traficantes de colmillos y pieles.
Joshua
En Nairobi, el cónsul de Israel, preocupado porque una mujer blanca viajara sola, le envió a un conductor seguro para que la acompañara: Joshua. En cuanto Martha vio a Joshua le saltaron todas las alarmas. «De color marrón tostado», «remilgado» y «delicado hasta ser frágil», se alejaba bastante de la imagen idealizada del africano fornido y viril. Martha hubiera preferido a alguien más fuerte para que le ayudara en las dificultades del viaje, pero aún así lo aceptó. Desde el principio Joshua prefirió ser copiloto, cediéndole el privilegio de conducir a Martha, la memsaab. Cuando Martha Gellhorn se dio cuenta de que Joshua no sabía conducir, ya era demasiado tarde para mandarlo a casa. Como copiloto, Joshua era la mar de fastidioso: era miedoso y muy quejica, preguntando a cada momento cuándo iban a llegar y protestando por todo. Además nunca había salido de los suburbios de Nairobi y no conocía los caminos ni las carreteras, ni siquiera había visto nunca una jirafa. Tampoco era muy útil como ayudante. El temor a ensuciarse sus impecables zapatos en punta le impedían salir a empujar el Land Rover si encallaban, a retirar ramas caídas del camino o medir la profundidad de un río. Era de nuevo la memsaab la que debía de ocuparse de estas tareas, su semblante siempre rojo de ira e indignación mientras contemplaba a Joshua esperarla en el coche tomando una taza de té o relajado en una siesta.
Viajaron peleándose por Sudán y Uganda, hasta llegar al Lago Victoria. Cuando cruzaron la frontera Tanganika-Kenia ya apenas se hablaban. En un bar, Martha conoció a una pareja que viajaba a Nairobi el siguiente día, y con ellos devolvió a Joshua a su casa. Martha y Joshua estaban radiantes por perderse de vista el uno al otro, y ella disfrutó los últimos días de su viaje en soledad, tomó el sol y recobró la serenidad. Al cabo de un mes de volver a su casa en Londres, mientras lloraba echando de menos África, recibió una carta de Joshua:
Estaba escrita en tinta violeta sobre papel de carta verde, con una margarita estampada en la esquina superior derecha. Joshua debió comprarse ese elegante papel para la ocasión. Decía que jamás olvidaría nuestro safari, que nunca había sido tan feliz, que yo era su madre y su padre.
Otros viajes al infierno
Martha Gellhorn siguió haciendo viajes espantosos, en Cinco viajes al infierno. Aventuras conmigo y ese otro, explica hasta cinco de ellos. Además de sus hazañas en China y África, Martha narra su recorrido por el Caribe, donde submarinos nazis hundían barcos aliados muy cerca de la costa de Estados Unidos. La guerra a las puertas de casa. También su horrible viaje a la Unión Soviética de los años 70, huyendo de los informadores del KGB a los que Martha les parecía muy sospechosa (tan diferente la Unión Soviética real de la de las novelas de misterio que tanto le gustaban). Y la visita a Israel que hizo a los 63 años, en la que se unió a un grupo de jóvenes hippies que vagaban por el mundo y fumaban hachís.
Martha continuó viajando durante toda su vida y reportando desde primera línea los conflictos más importantes del siglo XX. Con 81 años se fue a Panamá para escribir sobre la invasión de Estados Unidos. A los 87 se trasladó a Brasil y escribió sobre el asesinato de los niños de la calle. Enferma y casi ciega, a los 89 años, decidió que había llegado la hora de largarse de este mundo y se suicidó envenenándose. Martha Gellhorn siempre tuvo el control de su vida. Jamás permitió que nada ni nadie limitara su nomadismo ni callara sus opiniones provocadoras, siempre agudas y directas. «Nada mejor para la autoestima que la supervivencia» decía Martha Gellhorn, y nada mejor que su ejemplo para salir a tocar la vida aunque sea en un viaje horripilante.
Publicada originalmente en la revista Altaïr Magazine.