La semana pasada me pasé The last guardian, el primer videojuego al que he jugado en mi vida. Lo jugué a cuatro manos con un iniciado en la materia, es decir, que unas veces hacía de copiloto e iba soltando los imprescindibles «por aquí, por allá, ¡coge ese barril!», y otras veces me ponía a los mandos para salvar peligros con ese amor de Trico, mezcla de gato y pájaro, a la vez que intentaba controlar la maldita cámara del mando, empeñada en dar vueltas y vueltas con apenas rozarla. Cuando acabó el videojuego me quedé envuelta en un hondo sentimiento que no me había causado jamás ninguna obra de ficción, escrita o audiovisual. Sólo lo puedo expresar diciendo que a lo largo del juego me había sentido como Bastián cruzando al lado de Fantasía en la segunda parte de La historia interminable, similitudes entre Trico y dragón de la suerte Fújur aparte.
Para quién no lo conozca, The last guardian va de un niño y una bonita bestia que come humanos, y de la amistad que se va creando entre ellos mientras intentan escapar de una ciudad ruinosa, de apariencia mitológica, en la que acechan por doquier guardias zombis, perversos ojos flotantes y puertas del mal. De trama simple pero cargada de incógnitas, el jugador debe tirar de imaginación para completar el puzle narrativo de un videojuego que a su vez se basa en la resolución de puzles. La construcción del personaje de Trico, tanto a nivel visual como de temperamento, la evolución de la relación entre los dos protagonistas y una contundente carga dramática del paisaje son lo más atractivo de este juego.
«¡The Last guardian es literatura!», no dejaba de repetirle entusiasmada a mi compañero de videojuego los días posteriores al final de nuestra aventura. Y es que la idea de que el juego había sido una experiencia literaria se había quedado impregnada en mi cabeza. Había sido como leer un libro con la diferencia de que en vez de pensar las imágenes las veía, y en vez de leer para seguir la historia, usaba unos mandos. Un libro escrito en primera persona. De hecho el juego estaba más cerca de un libro que la literatura digital, ya que ésta se basa en las infinitas posibilidades que ofrece el hipertexto, y en The last guardian el jugador sigue un guion perfectamente tramado en el que, aunque con pequeñas variaciones, siempre se llega a un mismo punto. Existe una sola narración, sin posibilidad de puertas a historias alternativas.
«Si The last guardian es literatura, las canciones de Bob Dylan también lo son», me soltó a bocajarro un día mi compañero. Uy, por ahí no iba a pasar, cierto que la literatura es flexible pero todo tiene un límite. Porque en ese caso, ¿todo es literatura?, las películas, las canciones, los videojuegos, ¿son literatura? Cierto que detrás de todas siempre hay un escritor, además de considerarse todas formas arte, pero la literatura, y su arte, no emerge solo del escritor, hay que contar también con el destinatario de la creación. El lector, en el caso de los libros, y el jugador, en el caso de los videojuegos, son los sujetos que reciben la obra, que es el resultado del proceso creativo que nace del escritor (escritor y otros creadores visuales, en el caso de los videojuegos) y que el lector o el jugador completa al recibir.
Tanto el lector como el jugador toman una posición activa ante una obra. Mientras que el lector debe leer e imaginarse las palabras que lee para darle sentido a una creación, el jugador debe usar los mandos y tomar decisiones para que la historia se desarrolle, es decir, que ambos interactúan con la obra. En una película y en una canción no pasa eso, el receptor no toma una posición activa ante la obra. No existe un “visualizador” de películas o un “escuchador” de canciones. En estos dos casos los sujetos que reciben la obra toman una actitud pasiva hacia ésta, no realizan ninguna acción que ayude a desarrollarla. A lo máximo, deben apretar un botón y prestar atención. Por lo tanto, no alcanzan a vivir esa experiencia de “entrar en la historia” que permite la literatura.
«Y por eso lo de Bob Dylan no es literatura», sentencié por fin, esperando haber puesto punto final definitivo a esa discusión. «Pero, ¿y si se lee la canción?», se empecinó en rematar mi compañero. «Entonces deja de ser una canción y se convierte en poesía», bramé. «Y la poesía es, la poesía es… ¡la poesía eres tú!».