He terminado el capítulo ocho de Cómo es posible que el tiempo pase tan deprisa y yo no me dé cuenta, de Lolo Rico. Unas cuantas reflexiones al respecto. La primera y más dolorosa: ¡qué poco he leído esta semana! En realidad no es cierto, me paso el día leyendo, pero el tiempo que he dedicado a mi lectura ha sido bien poco. Ha sido poco y muy repartido, lo que significa que los espacios para leer(lo) han sido cortos. Eso es importante en cuanto a la relación con el libro, con cualquier libro, porque el nivel de profundidad y empatía que se alcanza con él, es menor que si se pasara horas enteras seguidas con la nariz metida en su trama, como pasa en las relaciones con las personas. Influye también en la impronta que deja en la cabeza, es decir, en los recuerdos que quedan.
En cuanto a la impronta en mi cabeza, es dispersa. No tengo un hilo mental continuo de la historia. Y sobre la implicación, es creciente a trompicones, partiendo de un desinterés con cierta curiosidad al principio. Tengo brechas en mi memoria de la narración, pero imagino las brechas que habrá encontrado Lolo al traspasar a las palabras, en una conseguida forma lineal, los años de su infancia. En resumen, que no me acuerdo muy bien de lo que he leído. Es triste compartir esto, pero es lo que hay con este libro en estos momentos. Es nuestra relación.