Los viajes horripilantes de Martha Gellhorn

Martha Gellhorn quería llegar al lugar más desconocido de Creta. Fantaseando con una nueva peripecia, se había fijado en un punto remoto del mapa de la isla, un pueblo solitario en una bahía llamado Kastelli. Ya podía verse nadando desnuda en aguas cristalinas y bebiendo ouzo con los pescadores a la luz de la luna. Martha Gellhorn, que en ese momento estaba en Iraklio, la capital de Creta, cogió tres autobuses y tras un viaje eterno se plantó en Kastelli. La localidad resultó ser «una alcantarilla» de pobladores huidizos, su hotel «un cuchitril» y la bahía «una playita asquerosa». Tomaba el sol rodeada de basura, disfrutando de su horrible destino, cuando empezó a pensar en los viajes más terroríficos que había hecho. Lo de Kastelli no era nada comparado con el viaje a China que hizo llevando casi a rastras a su Compañero Reticente, por ejemplo, o aquel fatal recorrido por África buscando la verdadera África, siempre escurridiza, o la caza de submarinos alemanes que la llevó al Caribe. Martha Gellhorn decidió en ese instante que escribiría un libro sobre los peores viajes de su vida. Y así nació Cinco viajes al infierno. Aventuras conmigo y ese otro (Altaïr, 2011).

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Crónicas de una joven escritora socialista

Aquella llamada de madrugada dejó a Brigitte Reimann sin vacaciones. Por teléfono, Kurt Turba, su jefe y amante ocasional, le daba la noticia: la mandaba a Siberia a «trabajar hasta caer rendida». Le aconsejaba llevar un par de jerséis porque podía hacer frío y le prohibía negarse.

Brigitte se sentó en la cama, no pudo volver a dormir en toda la noche. Tendría que postponer sus planes para ir al lago Schwerin con Hans, su pareja y futuro tercer marido, a «atrapar cangrejos y robar pescado». Y luego estaba lo de su pánico a volar.

Era julio de 1964 y Brigitte Reiman, escritora joven, feminista y crítica del viejo comunismo, era una figura popular en la RDA, la antigua Alemania comunista. El Muro de Berlín había cumplido tres años de existencia y los intelectuales de la Alemania del Este todavía creían, de forma paradójica, que el aislamiento del mundo capitalista que les otorgaba el Muro era positivo para crear un debate social que les llevara a construir un comunismo más aperturista.

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